lunes, 5 de abril de 2010

Martes Trece

Como el sol y la luna, la noche y el día, las lágrimas y las sonrisas, el viento y el fuego, el amor y el odio, las madres y los hijos, el blanco y el negro, lo correcto y lo no tan correcto… No soy perfecto, aunque a veces -en mis días más difíciles- pretendo serlo. Para demostrarle al mundo un YO invencible, crudo y frágil a la misma vez, pero realmente me doy cuenta que nunca termino de desnudarme por completo. Siempre queda una grieta, siempre queda ese pedacito que no cubre el sol, o la sombra en dado caso.

Porque para que haya personas buenas, debe haber personas malas. Lastimosamente somos juzgados por nuestros hechos, por nuestras palabras, por lo que hacemos y decimos, y he ahí la imagen que proyectan los demás de nosotros. ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué han venido a juzgarte? ¿Por qué no se cubren la boca para callar sus acusaciones? ¿Acaso no eres tú suficientemente maduro como para analizarte a ti mismo y darte cuenta de que has fallado?.

Miedo, de eso estamos llenos. De miedo a pensar que no seremos lo suficientemente buenos, que decepcionaremos a los demás, porque ellos –como siempre- esperan más de lo que nosotros sabemos dar. Mírate bien, ¿No eres un pecador? ¿Eres tú el que no falla? Claro, no lo eres, pero es mil veces más cómodo echarle la culpa a otro, y, como seres humanos, nos encantan las cosas fáciles.

Quizá no es tan difícil decir: “Yo te disculpo”, porque cuando se ve en los ojos del que ha fallado las ganas de volverlo a intentar y el valor de pensar que se puede superar, toda falla o error merecen ser disculpados. Apartemos nuestro ego, démosle paso a la humildad y olvidemos aquella máscara que nos hace lucir como muñecas de porcelana. Porque incluso hasta el mismísimo diablo se merece una segunda oportunidad.

Un 13 de Enero del 2009

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